La sociedad calamar (II) – Luz roja, luz verde [T1:E1]

Luz roja, luz verde. El cyborg que todo lo ve.


«La estética protésica del cyborg, un organismo imaginario mejorado por prótesis digitales, puede ser vista como el punto cúlmine de la histeria romántica masculina que quiere escapar de la peligrosa ambigüedad de la sensualidad. Cuando lo sublime romántico se encuentra con la superficie frígida de la experiencia digital, surge el pánico y la depresión. Los ataques de pánico son un síntoma generalizado en la experiencia de la generación conectiva. Ya no se trata del pánico pasional que resulta de las confusas, inagotables posibilidades de la naturaleza, sino en cambio del frígido pánico que resulta de la contracción del tiempo: un tiempo frenético, un cuerpo inasible, una experiencia fragmentada y un abanico cada vez más amplio de posibilidades que nunca se vuelven realidad.»

franco “bifo” berardi (2016)

Sinopsis. El juego del calamar. T1:E1 : «Luz roja, luz verde»

Inicio de la serie. Un primer flashback en blanco y negro nos presenta a dos de los personajes principales cuando eran niños. Están jugando a lo que ellos llaman El juego del calamar. Se trata de dos equipos y el objetivo es llegar a la supuesta cabeza del calamar: defendiendo posiciones y atacando violentamente al contrincante. El personaje principal, Gi-Hun, el jugador 456, comenta que lo que hace importante llegar a la cabeza es “tener la sensación que el mundo te pertenece“. Un juego que responde a las necesidades futuristas de sesgo utópico de la segunda mitad del siglo XX: aceleración y violencia.

El color de la pantalla nos remite al tiempo presente. Un presente en el que el futuro imaginado por los niños que hemos visto nada más empezar ha sido agotado y, por lo tanto, no hay expansión. Ya son conscientes de su extenuación y agotamiento. Ahora, entre los 40 y 50 años de edad, descubrimos que sus vidas, desde la perspectiva capitalista, son las de los perdedores que ya no encajan en la sociedad. Sus deudas millonarias hacia el estado o hacia la sociedad les impiden salir del pozo en el que se encuentran. Son, en definitiva, supervivientes de una sociedad que ya no les representa, para nada, del bienestar. Como ratas de laboratorio, van dando círculos dentro de la misma rueda sin encontrar una salida.

Sin embargo, parece que la suerte les sonríe. El azar quiere que se encuentren con un señor, el reclutador, quien les promete que pueden ganar muchísimo dinero para pagar sus deudas y reiniciar sus vidas si participan, durante seis días, en un juego. A pesar de que algunos de ellos no lo ven claro, las situaciones en las que se encuentran les empujan a participar.

El reclutador
Desarrollo impactante del juego Luz roja, luz verde.

El primer juego al que participan se llama Luz roja, luz verde. De entrada, los participantes se lo toman a broma. No pueden creer que un juego tan ‘fácil’ e ‘infantil’ les permita acceder al único premio millonario. Sin embargo, si pierden, el cyborg que les controla los ejecuta. El estupor y el estado de shock paraliza a algunos de ellos. Pero el tiempo apremia, los cinco minutos se agotan, y deben cruzar la línea de llegada si quieren salvar sus vidas.


La característica que nos presenta este primer capítulo es lo que “Bifo” (2016: 193-194) llama el neurototalitarismo, la dominación total del cerebro social. Y es esto a lo que se refiere el jugador 456 cuando es pequeño, la sensación de dominar el mundo cuando uno llega a la cabeza del calamar.

Así, si bien un cyborg, un robot o un ordenador pueden cartografiar elementos que pueden ser reducidos a funciones operativas, implicaciones lógicas o interacciones tecnológicas, por ahora no pueden cartografiar ni la cognición ni la emoción humanas.

Se nos revela, además, que los participantes son solo avatares de este cerebro social, del General Intellect, que están sometidos a una precariedad -la que ya tenían antes de participar y con la que se encuentran en la nueva sociedad calamar-, a una competencia estresante, a la explotación y a la hiperestimulación nerviosa.

Los jugadores están inmersos en una sociedad postmarxista en la que el concepto de trabajo abstracto ya no existe y las ideas sobre diferentes formas de organización social: multitud —conjunto de seres vivos que no comparten ni intencionalidad común ni patrón de comportamiento—, red —reglas que deben ser respetadas para que la interconexión entre seres vivos sean posibles— y enjambre —pluralidad de seres vivos que siguen las reglas integradas en su sistema nervioso, recurriendo a atribuciones de significado comunes y automáticas, y a un comportamiento acorde— de “Bifo”(2016: 240) son solo simulacros.

Los jugadores como avatares. Captura de pantalla de Youtube.

Los personajes y nuestra sociedad calamar

Creo que es fácil comprender la participación de todos los jugadores. ¿A quién no le apetece ganar un premio de treinta millones de euros jugando seis días? Pienso que a casi nadie le plantearía duda alguna. De hecho, solo tenemos que comprobar cuántas personas se inscriben a reality shows para ganar premios económicamente sustanciales, más allá de la popularidad mediática que puede representar participar en ellos y su subsiguiente ganancia económica.

Cada uno de nuestros protagonistas tiene un motivo que, en las sociedades postcapitalistas, es de suma importancia: el dinero como único medio a la solución —¿disolución?— de sus problemas. Y es que la economía ha invadido cualquier esfera de nuestra existencia. Los problemas financieros inundan los problemas personales y viceversa, los personales, demasiadas veces, conducen a los financieros haciéndolos crecer.

Este movimiento entre lo personal y lo social se da en un mundo globalizado, y no de globalización unidireccional como se dio hasta el 11/S, en el que la idea ‘frontera’ ya ha quedado vaciada de significado. De la misma manera que las fronteras geográficas se han borrado para algunos o se han vuelto borrosas para otros, a los límites que separaban el ámbito de nuestra vida pública del de la privada les ha pasado lo mismo. Es lo que llamamos la sociedad pornográfica. En yuxtaposición, las políticas de ‘igualdad’ han territorializado, de manera uniforme y plana, aspectos de la existencia humana hasta el punto de profanar lo íntimo, lo que nos permitía las relaciones entre distintas esferas de la vida. Es decir, de la misma manera que lo globalizado globaliza lo que ya estaba globalizado, de la misma manera que los problemas personales se confunden y funden en los económicos, los seres humanos en las sociedades postcapitalistas, aupados por las políticas de igualdad y positivistas, hemos perdido los límites que señalan qué es el bienestar en todas sus dimensiones, quién es quién en su intimidad.

Sin embargo, la sociedad calamar es pornográfica unilaterlamente porque hay una mente superior, el General Intellect, que lo sabe todo sobre los jugadores, mientras que lo que saben los jugadores entre ellos es inexistente, anecdótico y circunstancial, o desviado. Es una radiografía de nuestra sociedad actual. Una sociedad cuyos sujetos piden a gritos la igualdad. No recordamos, sin embargo, que los humanos solo podemos ser iguales a partir del dolor y la muerte. Por ello, las políticas que pretenden ser para la igualdad son solo políticas de la happycracia.

Cada uno de los personajes representa perfiles sociales que encontramos en nuestras sociedades y que, en ambientes cada vez más totalitarios, molestan. El adicto al juego y que roba a su madre, la sin-papeles carterista, el gángster-mafioso, el enfermo terminal desatendido, el banquero broker cuya codicia le lleva a estafar, la histriónica-neurótica que se deja llevar por sus emociones y el policía detective que debe equilibrar su vida entre aquello arbitrariamente establecido y considerado ‘correcto’, y los entresijos de la sociedad calamar.

Todos ellos participan en un juego en donde reina la política de ‘igualdad’. Ya no importa el origen nacional o étnico de los jugadores. No importa la clase social a la que pertenecen. Están metidos en una sociedad que se quiere multicultural e inclusiva. Todos ellos tienen ‘igualdad de oportunidades’. Lo perverso de esta política se muestra a lo largo del primer episodio. Desaparecida la clase social, borradas las diferencias, animados al positivismo, ¿qué sentido toma la lucha?

Podríamos pensar que la lucha que mantienen los jugadores entre ellos tiene la apariencia de lucha darwiniana. Pero nos damos cuenta que, en esta sociedad, las teorías de Darwin están obsoletas. No es el más fuerte quien gana, sino el que tiene más suerte y mantiene su templanza frente al horror de la ejecución. Frente a las políticas de igualdad que ejecutan a los no preparados intelectualmente, se autoinmuniza al ciudadano en su espíritu crítico de lo que es ético. Su poder de lucha queda ridiculizado a un juego infantil. El futuro es totalmente inexistente. Entramos en la paradoja de ‘asegurarnos un futuro’ en un medio hostil y, por encima de todo, contingente. Es más, este ‘asegurarnos un futuro’ se evoca cuando el presente es inconsistente.

Este tipo de sociedades hostiles y contingentes, la del calamar como las nuestras, son las postcapitalistas surgidas a raíz de la autodestrucción de la sociedad capitalista. La tendencia que ha tenido el Capital es eliminar el trabajo humano —sueldos cada vez más bajos— y centrarlo en el intelecto social. En el postcapitalismo, pues, esto nos ha conducido a la escasez de productos —lo vemos en la austeridad en que viven los jugadores dentro y fuera de la sociedad calamar, lo constatamos actualmente a finales de 2021— y la necesidad —de sobrevivir—. Luego, minimizando la vida con la reducción salarial para maximizar el crecimiento económico —lo vemos en la cantidad de dinero que se deposita en el bombo cada vez que los jugadores pierden— tiene como objetivo la acumulación de capital como algo abstracto e inalcanzable. ¿Quién lo tiene, este cúmulo? ¿Es tangible? ¿Es real? ¡Pero ojo! Este cúmulo aparece en una esfera que se sujeta en el cielo —en la nube—: es el nuevo dios.

Y aquí es donde debemos añadir el factor tiempo. Un tiempo que se nos presenta como frenético y, por lo tanto, contraído. El trabajo cognitivo, el del General Intellect, no puede medirse a través del tiempo y, consiguientemente, la relación tiempo-valorización es incierta e indeterminada. ¿Cómo establecemos, en dinero, el tiempo que pasamos escribiendo este artículo? Cuando no lo podemos establecer es cuando surgen el abuso y la violencia por parte de los dirigentes totalitarios.

Así las cosas, el intelecto social, el General Intellect, dirigido por el neurototalitarismo de la cabeza del calamar, convierte a los jugadores en simples avatares que no representan ni una multitud, ni una red ni, aun menos, un enjambre. Han dejado atrás su dimensión humana y están al servicio, no tan solo de una cabeza ‘pensante’, sino también de los tentáculos que nacen de su cabeza. Un servicio técnico-mecánico, basado en algoritmos, en datos que destruyen la posibilidad de pensar y analizar a aquel que apuntan, que no puede mantener ninguna estructura significante puesto que la máquina, el cyborg, el robot o el ordenador no relacionan estructuras significantes sino que producen objetos asignificantes. Y esto porque no hay un a priori ontológico que lleve a una concatenación con resultado significante. Es decir, y como ejemplo, más allá de lo ontológico que marca la diferencia entre una abeja y una flor, lo importante es que se concatenan para obtener algo significante. En cambio, perdida dicha ontología a partir de las políticas de igualdad dirigidas por el neurototalitarismo, la concatenación es grotesca. Su resultado es el absurdo, la ironía sarcástica del tú-sirves-tú-no como algo asignificante que conduce a la ejecución a muerte. Tal como dijo en 2020 Byung-Chul Han, el dataísmo es la forma pornográfica de conocimiento que anula el pensamiento.


El universo Calamar

Sengai Gibon, siglo XVIII. Universo

Logo El juego del calamar

Tal como comenté en el artículo anterior, el logo de la sociedad calamar se basa en la obra de Sengai Gibon, Universo. Las diferencias con el original son obvias: la leyenda ha pasado de estar a la izquierda para pasar a la parte inferior de las figuras geométricas; las figuras siguen el orden inverso, y; finalmente, las figuras de la sociedad calamar no están en contacto.

Más allá de lo que también comenté en su momento en el artículo precedente, está claro que esta separación entre las figuras responden a un universo que no está conectado. Es decir, si bien la obra de Gibon responde a conceptos zen de interrelación, concatenación, conectividad, unidad a partir de lo que los occidentales llamamos Dios; nos damos cuenta de que todo ello, al cabo de doscientos años, ha desaparecido. Este ser supremo presentado como misterio que permitía la trascendencia de lo humano ha muerto.

Y es aquí cuando toma sentido la cita de “Bifo” que abre este post, cuando habla del pánico como síntoma que “resulta de la contracción del tiempo: un tiempo frenético, un cuerpo inasible, una experiencia fragmentada y un abanico cada vez más amplio de posibilidades que nunca se vuelven realidad”. El tiempo místico, el tiempo de Dios, el Kairós, ya no existe.

A pesar de lo que dicen algunos pensadores actuales, no es que el mundo ahora se haya tornado plano. El mundo ya era plano antes de la aparición de las nuevas tecnologías. El mundo se aplana, por primera vez y de repente, en el Renacimiento con el desarrollo de la perspectiva lineal. En español, la expresión “tener/tomar perspectiva” es sinónima de alejarnos de un problema o de una situación para no sentirnos tan ligados a ellos. También la usamos para poder tener una visión más global de ellos. Pero no nos damos cuenta de que, a cuanta más perspectiva, más individualistas somos.

La perspectiva lineal en la pintura toma fuerza a partir de 1492 con la llegada de los españoles a América. Su atractivo científico en aquel momento fue que era algo objetivo, se impone como universal y se torna rehén de la verdad con el fin de dominar y definir el “nosotros” de los “otros”. Por lo tanto, el auge de la perspectiva se da por motivos raciales nacidos de una necesidad histórico-política imperialista.

Además, y muy importante, no estamos atentos a que la perspectiva lineal niega evidencias como: que la tierra es una esfera y, contrariamente, toma el horizonte como algo recto en donde confluyen todos los planos horizontales, y; que el espectador es un ser móvil y, contrariamente, lo mantiene inmóvil y con un solo ojo.

Así las cosas, la perspectiva lineal no es para nada objetiva puesto que al dirigir mi mirada hacia el, o los puntos de fuga, no me pongo en su lugar sino que me quedo en el mío y, por lo tanto, la perspectiva es, siempre, subjetiva.

Por lo tanto, el desarrollo y expansión de internet, junto con los ordenadores, robots y smart phones, han reforzado esta visión aplanada del mundo cuya conexión siempre depende de uno, luego la relación bilateral es imposible.

En pleno siglo XXI, esto conlleva al absolutismo de la perspectiva lineal, negando un mundo en el que la mente quiere mantenerse en un escenario Escher, con múltiples centros de gravedad. Esta negación es la que nos lleva a la fragilidad de nuestras mentes cada vez más destrozadas por inestabilidades como el tdah, neurosis, pánico, ansiedad, esquizofrenia y un largo etcétera de alteraciones mentales.

El tiempo frenético que imponen las sociedades postcapitalistas y la inasibilidad de aquel o aquella que está detrás o dentro de la pantalla comportan experiencias fragmentadas servidas por el neurototalitarismo con posibilidades que nunca se vuelven realidad debido a las políticas de igualdad. Es así como podemos sustentar la tesis de Kroker y Weinstein en Data Trash (1994) en lo que supone que “más información implica menos significado, porque el significado ralentiza la circulación de la información”.

Esta es nuestra tragedia social: la fragmentación de los significados al estar inundados de informaciones asignificantes. He aquí nuestro frígido pánico. Excesivo miedo y escasez de deseo. Y esto es lo que transmite el logo de la sociedad calamar. Ya no hay conexión, lo abstracto de las figuras geométricas ya no están separadas de la literalidad del texto, no se nos permite la trasdencendia. Ahora, el texto, lo literal, nos obliga a entender qué significan las figuras.

Aquel universo de Gibon se ha reducido a un emblema, símbolo de las sociedades totalitarias.


La música

Concierto para trompeta y orquesta en Mi Bemol Mayor. HAYDN (s. XVIII). Finale Allegro.
El bello Danubio Azul. Johan Strauss hijo (s.XIX).
Fly Me to the Moon. Cantado por Shin Too Won.

Estas son las tres composiciones que nos encontramos a lo largo del primer episodio. La profanación del silencio se da a través de la música. Y la música no tan solo no permite pensar libremente, sino que manipula el estado de ánimo. A la vez, promueve una experiencia inmersiva.

El finale allegro de Haydn se escucha cada vez que los participantes se despiertan. El título del rondó que escuchan cada día ya es un indicativo de que todos ellos tienen que vivir de manera alegre, feliz. ¡No vayas por la calle con cara de amargura, por favor! ¡Que no hay ‘pa tanto! Levántate con alegría y energía. Empieza un nuevo día lleno de retos. ¿Estás depresivo, asustado, cansado? Tranquilo, mamá estado y papá gobierno están de tu lado para lo que necesites: siempre vas a tener un día feliz. ¿Necesitas un préstamo? ¿Necesitas un trabajo? ¿Necesitas cobijo? La sociedad del bienestar te lo ofrece todo. ¿En serio? Bueno, si eres un ciudadano modélico, si eres un buen ciudadano, si pagas tus impuestos, si mantienes la pirámide demográfica con buena salud, mamá y papá siempre te consolaran. Pero pórtate bien, ¡eh! Mientras tanto, después de haber invertido un montón de pasta en una carrera universitaria y un máster, te vamos a dar un trabajito en McDonald’s, para que te sientas útil.

El vals de Strauss hijo lo escuchamos cuando van a jugar la partida. Un vals que siempre forma parte del concierto de año nuevo en Viena y que es retransmitido por todo el mundo. La crème de la crème mundial escucha atentamente el concierto, como si se hubieran ido a dormir antes de medianoche. Los buenos portes, los vestidos relucientes, la intelectualidad austríaca invade el mundo entero, entra en nuestras casas. Espectadores bienestantes que miran y escuchan una orquesta de músicos que están trabajando. Su premio: el aplauso. ¡A jugar! El mundo te ve. ¡Baila, baila! Ahora es el momento en que puedes ser un héroe. Sé feliz, tú puedes. ¡Ah!, ¿no eres feliz? Vaya, esto es porque este año no has tenido ninguna experiencia que recordar. Pero da igual, mamá y papá te la traen a casa. Luego, muestra a todo el mundo lo feliz que eres, verás que te van a dar muchos ‘likes’ y tendrás muchos seguidores, pero no expliques tus problemas, no me hagas el pena, por favor.

Fly me to the Moon, en el momento más apoteósico del episodio, cuando están jugando a luz roja, luz verde. ¿Llévame a la luna? El espectro de la historia flota a través de la melodía de esta pieza de jazz interpretada y cantada por autómatas. Si una vez fue el himno americano para la carrera espacial que sonó mientras Neil Armstrong pisaba la luna, convirtiendo a la humanidad en dioses, humanos transcendiendo la mismísima humanidad, ahora es solo una repetición siniestra que habla por delante de nosotros, como telepatía de lo que ya no somos, un recuerdo de lo que ya no existe. La humanización de las máquinas en estado puro. La deshumanización de los cuerpos que intentan llegar a la meta y no ser ejecutados por el cyborg. Apretar un botón y funcionar. Darle al ‘play’ y sentir emociones. No hace falta ninguna instrucción. Un mundo en miniatura, la nanotecnología, lo minúsculo, el perfeccionamiento automatizado de la información. Mientras los avatares son ejecutados por vivir, la mente pensante del neurototalitario enciende su pantalla gigante para ver el juego: realidad aumentada en ‘tiempo real’. La melodía de los disparos de las metralletas se une a la del jazz. ¡Toda una experiencia! Cero afecto.

Así, la sociedad calamar pasa el tiempo, se divierte, se evade de sus problemas más mundanos. Es lo que las sociedades postcapitalistas promueven: entretener a la ciudadanía con experiencias. El reality show está preparado para evadir a la sociedad de sus vidas aburridas, monótonas y sin sentido.


Nuestro frígido pánico

Frígido: que carece de deseo. Pánico: miedo extremo a menudo colectivo. Estas son las definiciones del diccionario de la lengua española en su versión en línea. Frígido pánico es lo que actualmente estamos viviendo en nuestras sociedades postcapitalistas debido a los efectos sociales, emocionales, políticos y económicos de la gestión desde el neurototalitarismo de la pandemia.

¿Cómo podemos extrapolar el primer episodio a la realidad que vivimos día a día? Me voy a limitar a describirlo desde lo que veo en dos zonas geográficas de Cataluña que conozco por pasar largo tiempo en ellas. Una, una zona rural de unos 600 habitantes de la provincia de Girona y, otra, la ciudad de Barcelona, entre dos barrios muy dispares. En ambos casos, no hay problemas de internet, por lo que la conectividad a lo que consideramos información y comunicación está garantizada. En ambas zonas geográficas, la sensación de que hay una mente pensante que nadie conoce pero que mueve los hilos existe. Sin embargo, ¿cuál es la diferencia entre ambas zonas? En la zona rural, hay cierto desapego a los relatos mainstream y alejamiento a las reacciones más populares, bien sea porque la gente no mira tanto la televisión y puede estar más en contacto con la naturaleza. En cambio, en una urbe como Barcelona y su periferia, probablemente porque la ciudadanía ya ha quedado totalmente separada de la naturaleza, dicho pánico es más vivo y constante. La happycracia es mucho más latente en grandes urbes. La diferencia, creo, radica en la intensidad en la que se vive la información (¿desinformación?) que nos llega a través de máquinas humanizadas que lo único que pretenden es que sintamos emociones con cero afecto.

Aun así, todos estamos inmersos en las estadísticas. Cada vez que miramos un informativo, sea en una plataforma de streaming, sea a través de una antena de televisión, los discursos de cualquier índole se basan en cifras, líneas, barras, progresiones, digresiones… que parten de números. Es decir, no se evalúa la emoción humana, sino que solo sale a relucir lo técnico-mecánico de un resultado. A esto hay que añadirle que hemos perdido de vista que las cifras y las estadísticas representan un resultado de algo ya terminado, no actualizable, que no representa un presente ni, aun menos, un futuro que marque una tendencia. Es, por decirlo de otra manera, una fotografía congelada en el tiempo y en el espacio. Por el contrario, la ciudadanía toma la estadística como dogma variable.

A estas alturas, lo único que creemos conocer es que el tratamiento profiláctico al que se está sometiendo a la población bajo el nombre de ‘vacuna’ impide que no haya tantos muertos. Pero aun así, el sintagma que oímos cada día como tótem de salvación nace de una estadística y, además, comparativa.

En cuanto a la comparación, nos podemos preguntar con qué o con quién mantiene relación el adverbio “tanto”. ¿Es con ‘como antes de las vacunas’? ¿Es con ‘como los países en vías de desarrollo’? ¿Es con ‘como los ahogados en las pateras en el Mediterráneo’? ¿Es con ‘como el índice de suicidios’?

El problema que siempre supone una comparación es que los dos términos están en desigualdad de condiciones. Es decir, uno siempre juega con ventaja sobre el otro. En una comparación, siempre hay un positivo contra un negativo, algo mejor contra algo peor, algo mayor contra algo menor. Una comparación no puede ser objeto de medida por si misma, aunque sí lo puede ser de sujeto. Y en tanto que sujeto, la interpretación es libre y no dogmática. La comparación, en definitiva, pertenece a un mundo totalmente subjetivo que nace a partir del conocimiento propio que tenga la persona que la está realizando, por lo que nunca será universal. Además, la comparación vive siempre en el presente, y depende de factores y variables que la hacen actualizable.

Nace el relato de la postverdad.

Sumergidos de nuevo en dicho relato, y a partir de lo que acabo de decir, vemos que la información que nos llega a partir de comparaciones estadísticas no nos lleva a ningún significado. El único significado que tiene se mantiene por la fuerza del emblema: el relato que describe la estadística. Se impone una única lectura. Por el camino, se ha perdido la semiótica ontológica de ambos mundos: el de la estadística y el de la comparación. Se pueden mezclar porque nos basamos en políticas de igualdad que, como he dicho anteriormente, permiten establecer una concatenación grotesca cuyo resultado es lo absurdo y la ironía sarcástica que desembocan en algo asignificante.

Y así, parte de la ciudadanía permite ser un avatar algorítmico del neurototalitarismo mientras sufre el frígido pánico. Un terror colectivo que conduce al no sentir, al no desear. También podría bien ser que lo temido no es sentido como tal puesto que no se ha hecho realidad. Al fin y al cabo, la enfermedad, los problemas, la muerte son los que, en parte, dan un verdadero sentido a la vida, es lo que nos permite ser humanos con una ontología apriorística. Sin este a priori necesario para vivir sin ser autómatas, es cuando junto con las estadísticas y las comparaciones podemos despertar con el Allegro Finale, seguir trabajando con El Bello Danubio Azul e irnos a la cama con el Fly me to the Moon. Anestesiados. Inmunizados.

Al fin y al cabo, creo, pienso, considero, que, sumergidos en una época de total incertidumbre, no es muy sano llevar ninguna bandera.

Semáforo promocional de EL JUEGO DEL CALAMAR en un centro comercial.

Mientras tanto, se me antoja una muñeca en forma de semáforo en Passeig de Gràcia de Barcelona. ¡En algunos países de Asia ya la tienen!


Bibliografía (los nombres de las editoriales en negrita llevan a la página web del libro).

BERARDI, Franco “Bifo” (2016). Fenomenología del fin. Sensibilidad y mutación conectiva. Buenos Aires: Caja Negra Editora (2017).


Las imágenes de los personajes son capturas de pantalla de distintas páginas web que no tienen ninguna mención de copyright.


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Publicat per Manuel Esteban Pagès

Polifacètic, polièdric, ambigu, inquiet, preocupat per allò que en diuen 'cultura' quan en volen dir 'negoci'. Preocupat per allò que en diuen 'societat' quan volen dir 'empresonats'.

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